Capítulo
2. Mi amigo Cristóbal.
No quiero que se me quede por nombrar
a un amigo que tuve, él tuvo la mala suerte que se fue de entre nosotros
bastante joven, esta persona se llamaba Cristóbal Angulo Pérez. Él colaboró también, casualmente pero así fue, para
que el tiempo que estuve en cama se me hiciera más corto. Trabajaba en la calle
Ronda en una panadería que era de Rafael Jiménez, Rescoldo así lo conocíamos todos, la parte trasera de esa calle, que
era un barranco, daba a unos corrales y todos los ruidos se escuchaban
perfectamente desde el Huerto del Río; es como si te asomaras a un balcón y estuvieras
debajo, el gallo que cantaba, el gato que maullaba, el perro que ladraba, la
persona que daba una voz, todo. Él se ponía en los tiempos libres a radiar
partidos de futbol, los jugadores que más nombraba entonces eran los del Barcelona,
Real Madrid, bueno en verdad de todos los equipos, porque a él le gustaba mucho
el futbol y conocía las alineaciones de todos los
equipos, del Barca: Ramallet, Kúbala, Cesar, todo el equipo, y del Madrid: Puskas,
Gento, Di Stéfano. Por aquellos años el Atlético de Bilbao tenía un gran
equipo, tuvo una delantera que en aquella época se llamó así: Orue, Venancio,
Zarra, Panizo y Gainza, ganó unas pocas de Ligas.
Kubala rematando de cabeza
Orue, Venancio, Zarra, Panizo y Gainza
Además de radiar los partidos decía una palabra que no se que significado tenía,
decía así: “Asinkin”, yo contestaba igual: “Asinkin”, así ratos y ratos. Cuando
me recuperé de mis males siguió siendo un buen amigo, en la escuela recuerdo
que era el que más saltaba en longitud, tengo muy buenos recuerdo de mi buen
amigo Cristóbal, Dios lo tenga en el sitio que se merecía.
Voy a retroceder unos cuantos años
atrás para recordar el tiempo que estuve en la escuela. Cuando empecé a ir tendría
unos cinco años así que estuve yendo unos cuatro años mal contados antes de
estar en cama; el primer maestro que tuve se llamaba Don Luis de Solas y Mulero,
después Don Manuel Quijano Cantaloba, Don Oswaldo del Valle y por ultimo fue
Don Julio Mariscal Montes, éste tiene un libro que lo escribió durante las
clases, el libro se titula Corral de Muertos,
en este libro inmortalizó a varias personas de aquí de El Bosque. Todos estos
maestros los tuve unos antes y otros después de estar en cama luchando por
poder volver a caminar, fui un niño obediente y aprovechador, nunca falté al
colegio como no fuese por un motivo justificado. Algunos de estos fueron muy
buenos maestros, no quiero que se me quede por nombrar a una persona que muchas
veces sustituía a los maestros, o se quedaba de encargado, y disfrutaba por
enseñarnos lo que fuese cualquier tema de clase o cualquier actividad fuera de
las de clases. Recuerdo una vez que faltaban unos dos meses para el Patrón San
Antonio y nos juntó a un grupo y todas las tardes después de la escuela íbamos
a ensayar con pitos de caña para salir en la plaza de toros con un letrero en
la espalda que dijera: “¡QUEREMOS UNA BANDA DE MUSICA!”. Todo esto eran
ocurrencias suyas pero las vísperas de la fiesta murió unas de las autoridades
del pueblo y se desbarato todo el proyecto. Este hombre que se preocupaba por
todas estas cosas era y sigue siendo amigo de todos sus paisanos y a la vez muy
querido en todo el pueblo, este hombre es Juan Marín Román.
Después de pasar dieciocho largos
meses en cama me dijo el medico que ya podía empezar a andar. Fueron unos
cuantos meses más de padecimiento, no me podía mantener de pie, me daban
mareos, bajar un escalón era un sacrificio. El novio de una de mis hermanas me
obligaba: “venga baja el escalón”, él siempre se ponía cerca por si me iba a
caer echarme mano así, poco a poco, me fui recuperando. Fue para mi un calvario
recuperar lo perdido. Pasaron como un par de años ya notaba la recuperación,
tenia muy buena edad, me movía mucho
jugando y haciendo todo lo que podía pero cuando ya estaba casi recuperado le
tuvimos que volver la espalda a lo que tanto nos había dado y donde mis hermanas
y hermanos, y en particular mi madre, se
dejaron más de media vida, el Huerto del Río. ¡MADRE, T Ú SI QUE MERECIAS UN TRONO!. Se fue al otro mundo con la pena de no
poderles dejar nada a todos sus hijos, tan solo a mi que soy el mas chico,
todos mis hermanos estuvieron de acuerdo y me dejaron la casita que compró con
lo que le quedó después de vender el Huerto del Río, que no llegó a veinte mil
pesetas por culpa de enfermedades que padecimos mi hermana Isabel y yo porque
los medicamentos todos eran a peso de dineros y a la vez muy caros.
Con mi madre en la plaza de Toros
Antes de comprar mi madre la casita estuvimos
de alquiler en la calle Sagasta, hoy calle Jaén. En esa casa, o lo que fuese porque tenía un
dormitorio, un salón y en el corral unas latas para no mojarse cuando llovía, esa era la cocina. Entre el dormitorio y el
salón dormíamos seis, pero claro eso era lo que había en aquellos tiempos. En
esa casa empecé a hacer cositas para ganar algo, entonces tendría unos trece
años. Un amigo, Curro Leytón, me enseñó a hacer pinceles, lo utilizaban las
mujeres para encalar las paredes, el rabo era un palito de adelfa y con palmas
del campo lo hacíamos entre los dos, los vendíamos a un real que eran veinticinco
céntimos; viendo que se ganaba poco hablamos con Juan Castro para que nos diera sillas para echarles los asientos
de anea, se ganaba algo más pero poca cosa, así estuve dos o tres años, pero un
día le pregunte si quería un aprendiz para la carpintería, me dijo que sí, y se
cumplieron mis deseos.
Recuerdo que entré a trabajar un siete de enero de mil
novecientos cincuenta y seis, tenia dieciséis años; en enero no me dieron nada,
en febrero me dieron diez pesetas, en marzo cincuenta, ya en abril me pusieron
a cinco pesetas diarias, así me fueron
aumentando algo. Los aprendices lo que más hacíamos era barrer el taller y
llevar leña a un bar que le decían el bar de Vicente, la cocina funcionaba con leña,
le decían una cocina económica, era de hierro con varias puertas, le metían la
leña y una plancha grande y allí lo cocinaban todo, la leña era por kilos, con
espuertas la transportábamos de la carpintería al bar. También los dueños de la
carpintería tenían una cocina igual y
había que subir la leña a la primera planta; para mí fue un trabajo duro porque
físicamente no me encontraba con las fuerzas suficiente como para subir una
espuerta con cuarenta o cincuenta kilos por unas escaleras de catorce o quince
escalones, pero lo hacia, sacaba fuerzas de flaqueza, llegué a ponerme fuerte,
tenía entonces unos brazos bien fuertes, lo que yo me encontraba con pocas
fuerzas era en las piernas porque el problema que yo tenia era de columna como
ya lo he referido antes.
Así pasó un tiempo, no nos dejaban
utilizar las maquinas por temor a un accidente pero ya se dieron cuenta que
podía manejarlas y me pusieron a hacer sillas por mi cuenta. Recuerdo que la
silla te la pagaban a siete u ocho pesetas, si te hacías seis o siete ganabas
un sueldecito medio satisfactorio por aquellas fechas. Pasaron varios años, con
el tiempo y la práctica fui prosperando, empecé a hacer sillones y sofás.
En la carpintería.
Quiero contar una anécdota que nos pasó a Diego Castro y a mí. En aquellos años
los muchachos estábamos deseando que llegara el tiempo de la caza. Cuando
habrían la veda, que siempre la habrían el doce de Octubre, estábamos deseando
porque los fines de semanas cogíamos treinta o cuarenta trampas y nos íbamos al
campo y las poníamos en los lentiscos para coger los zorzales y pajarillos,
unas veces los vendíamos en los bares para tener algún dinerillo, para ir al
cine, comprar el tabaquillo y otras los dejábamos para nosotros, nuestras
madres los preparaban y nos sabían a gloria. Para poner las trampas teníamos
que ir muy temprano, para que acabando de amanecer empezar a ponerlas, para
ello teníamos que salir de aquí a las cuatro y media o a las cinco de la
madrugada. Pues una de esas mañanas íbamos para el Llano del Espino y por el
carril del Castillejo, el río queda a la izquierda, pues a la derecha el
barranco hacía un recodo y había un hombre todo vestido de negro, muy alto y
delgado, con un sombrero, le dimos los buenos días y no nos contestó, pues no
veas el susto que nos dio, no nos volvimos pero nos entró una prisa que
llegamos mucho antes del tiempo previsto. Se comentaban muchas cosas, decían
que era un alma en pena de un sacristán, fuese lo que fuese a nosotros nos dio
el susto.
Por aquel tiempo había unas creencias,
unas tradiciones, diferentes a las de ahora. Por el día de los Santos y el de
los difuntos nos juntábamos unos grupos de jóvenes y había que estar doblando
las campanas veinte y cuatro horas sin parar, nos turnábamos. A mi me daba
miedo subir al campanario, la subida desde luego era peligrosa, íbamos todos
pidiendo por las calles, por las huertas, y nos daban membrillos, granadas,
boniatos, castañas, de todo. Con esas cosas nos divertíamos mucho y todo nos
sabía a gloria, desde luego aquello era una tradición.
En la Semana Santa no se podía tocar las
campanas. Desde el Jueves Santo al medio día hasta el Sábado Santo, mientras
que el Señor estaba muerto, para anunciar a la hora que eran las misas o las
procesiones iban los niños por la calle con una tabla que tenía un hierro en
forma de U moviéndola de un lado a otro, a eso le llamaban la matraca, formaba un ruido para que las gente lo
escuchara además los niños decían: una, dos y tres, el primer toque, el segundo
o el que fuese para la actividad que tocara en esas horas. Todas estas cosas se
respetaban al máximo, el que tenía animales con cencerros o esquilas se las
quitaban esos días para no formar ruido además después cuando fui algo mayor
recuerdo que ponían en la Iglesia
como si hubiese un muerto representando al señor, se apuntaban grupos de ocho o
diez, unos, de una a dos, otros de dos a tres, así sucesivamente, estábamos toda la noche, uno leía algo de la
muerte y pasión, se rezaba un rosario hasta cumplir la hora, o las dos, las que
el grupo hubiesen acordado. Así eran algunas de las tradiciones, eso era ir a
velar.
Otra de las tradiciones, mejor me explico,
esto no era una tradición era una obligación.
Cuando cumplías veinte y uno años tenías forzosamente que ir a tallarte, te citaban en
el ayuntamiento, te median la estatura, te pesaban, eso le decían entrar en
quinta. Desde entonces pertenecías al
ejercito, a los cuantos meses o al año te llamaban, te tenías que presentar al
cuartel que te hubiesen designado a hacer tus catorce o quince meses de mili, te
podía tocar a cualquier sitio de España. Mi quinta fuimos bastantes, más de
treinta (en la foto no estamos todos), nos estuvimos tres días de huelga,
poníamos un dinero, uno era el tesorero y ese se hacía cargo de ir pagándolo
todo.
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